F. Bernhard fue acunado por los rítmicos tictacs en el taller de su padre, el relojero de una pequeña aldea de Austria. Su destino siempre sería marcado por el lento fluir del tiempo entre los engranajes.
A la luz de las lámparas de aceite, aprendió el oficio familiar y a amar los tan intrincados como maravillos mecanismos de relojería.
A una edad infrecuentemente temprana se convirtió en maestro relojero.
Su maestría no le reportaba holgura económica; simplemente le permitía devolver a los relojes el afecto que sentía por ellos.
Sin darse cuenta, empezó a dar forma a una colección de relojes extraordinarios.
Luego de la muerte de su padre, cuando ya tenía a su cargo algunos oficiales y aprendices que podían reemplazarlo, salió a recorrer el mundo.
Su colección creció entonces en cantidad y singularidad.
Obtuvo por monedas, de manos de quien no sabía apreciarlo, un reloj chino que indicaba, cuando las manecillas se besaban en las doce, el momento exacto en que florecían los jazmines.
Acompañando una caravana en Egipto halló otro cuya vuelta completa no era la mitad un día, sino la vida completa de una persona.
Un reloj adquirido en India llevaba la cuenta de los momentos perdidos y consiguió también allí un reloj sin mecanismos que contaba las horas que restaban para reencontrarse con el ser amado.
Cuando volvió a su pueblo, ya anciano, su colección apenas cabía en el viejo taller y ella adquirió una fama jamás alcanzada antes ni después por inventario alguno.
Cuando tomó conciencia de que pronto sería su hora final, según sus relojes, despiezó su colección y distribuyó los relojes entre quienes lo merecían y sabían apreciar su belleza y darles uso, utilizando el justo criterio de quien actúa con amor.
Así, garantizaba que su colección se mantuviera viva, aunque repartida en decenas de hogares y con ella él también seguiría viviendo un poco, incluso después de haber partido.
Cuando llegó su hora, él no murió.
Simplemente, su péndulo se detuvo.
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