La profesión está cada día mas dura, Moncho.
Nunca extrañé tanto los viejos tiempos como ahora, creeme.
Antes vos salías con el fierro un par de horas y volvías a tu casa con algún cien en el bolsillo y la frente en alto.
Ahora volves con el culo lleno de patadas, sin el fierro, con dos o tres mordidas de perro en los brazos y los bolsillos vacíos.
Es que no hay códigos.
Porque nosotros no nos empastillamos, no nos clavamos un rivaldo y salimos a matar.
Entonces la gente no nos tiene más miedo. Ya se acostumbraron a que los tumben los pendejos que hay ahora, que salen dados vuelta y no tienen límites.
No nos temen más a los caballeros, a los ladrones de la vieja escuela.
Pero uno tiene sus mañas, también. La experiencia no te la quita nadie, Monchito.
Si no fijate lo que me pasó ayer.
Entré a robar a un club que encontré. Un lugar bien, tranquilo, sin ruido.
Yo entré despacio y les dije que era un choreo. ¡Ni se mosquearon, hermano!
Los amenacé, los insulté, les dije que no se resistieran, que era un robo, que me dieran la guita.
Nada, che, ni me miraban.
¿Y qué iba a hacer?, ¿empezar a los culatazos como los pibes de ahora?
No, yo no traiciono a mis maestros.
Me senté, les traté de explicar, les rogué, pataleé, hasta un par de lágrimas de impotencia se me escaparon.
Esa gente no tenía sangre en las venas.
Por ahí levanto la vista al cielo, bah, al techo, para implorarle misericordia al barba, para que los haga aflojar y entonces veo el cartel.
"Asociación de sordomudos".
¡Avisáramos!
Así que ahí nomás apelé al ingenio. Mirá: me hice quinientos mangos.
Me fui a un telecentro, pedí una compu con impresora, me puse a buscar en internet y ¿a qué no adivinás que hice?